La Argentina entre paréntesis
(argentina)
Eduardo Stupía
Colección Fotógrafos Argentinos, Buenos Aires, Argentina, 2015
Eduardo Gil pone la Argentina entre paréntesis. Quizás esté así sugiriendo que no se trata de imponer una visión unívoca y taxativa, ni que debamos inferir de la potencia de sus imágenes, con todo lo elocuentes y significativas que nos resulten, que ha tenido una confianza excesiva en la fidelidad per se del momento documental, ni nada que conduzca a aseveraciones sólidas ni definitivas, a manifiestos o denuncias, ni siquiera a partir de los gestos, actitudes y coyunturas de sus protagonistas más tipificados e identificables en su pertenencia de clase.
Poner entre paréntesis parece aquí una decisión, más conceptual que ideológica, de practicar una suerte de reserva, de deliberada elusividad. Un ojo alerta y curioso quiere hacerse casi impalpable, impersonal, ausente, y no sólo no intervenir sino tampoco registrar lo más explícito de la tensión del evento. Gil lo aborda como si fotografiarlo fuera dejar todo en suspenso, como si la clave estuviera al caer, y en cualquier caso permaneciera intocada aún frente a la inexorable parcialidad de la foto. Los dos términos gráficos de ese paréntesis, esas dos delgadas curvas a izquierda y derecha serán los límites laterales que definan la circunscripción de un territorio, la elección de una sectorización, en una operación que tiene tanto de delimitación práctica como de renuncia crítica a resolver la lógica del hecho de manera terminante, para que todo quede pendiendo de ese productivo instante hipotético, y aún cuando el propio autor, en la primera edición de este libro, del año 2002, aporta la única pista más o menos explícita que se permitirá entregar acerca de qué es eso que estamos viendo, cuando confiesa que las fotografías que lo integran intentan ser "una metáfora de la Argentina, desde la dictadura militar hasta el presente."
La máquina metafórica de Gil propone un fluído engranaje de anti-poses tan naturales como indiferentes ante la lente, ocupadas como están en su avatar pre - fotográfico, en un inmenso efecto de fuera de campo no sólo espacial sino temporal. Incluso un par de excepciones a la regla son menos retratos que mascaradas alegóricas: el anciano ataviado con un uniforme inclasificable que blande amenazante un bastón mirando a cámara, junto a un lecho modesto que parece de hospital o de asilo - que Gil coloca sugestivamente fuera de la secuencia central del libro - y ese fantasmático dúo con disfraces de esqueletos en pose frontal y franca, como comparsas de murga perdidos en un edificio abandonado. Estos dos motivos, hitos ejemplares de un libro no menos ejemplar, de algún modo resignifican y potencian la idea de la sociedad como aparato cosmético en crisis, una fiesta desigual y constante de apariencias, simulaciones, disfraces y maquillajes donde comparten escena, y sus históricas diferencias ideológicas y éticas, la formalidad rígida, el atavío ceremonial y el atuendo anónimo, cada uno con su carga alegórica, su tácita tragedia, su manierismo.
La argentina de Gil es a la vez un lugar innegablemente familiar e inmediatamente incómodo, desolado, distraídamente ominoso, sin sentido, donde la ajenidad no se nutre de bizarrería sino precisamente de aquello más habitual, más próximo, fuertemente connotado y ritualizado. El implacable timming de Gil en su pulsión por captar instantáneamente lo mínimo necesario para localizar la data clasista de la situación es tan asombroso en su nitidez política, en su eficacia antropológica, como aguda la astucia del fotógrafo para disparar ahí cerca, muy cerca, justo un instante antes de ser detectado como un intruso. Esa decidida cercanía física quizás sea factible sólo porque Gil ya ha tomado la debida distancia objetiva con sus personajes y eso lo hace casi invisible, un inadvertido demiurgo que disimuladamente los aisla de su entorno, como si estuvieran más que nunca a la intemperie, repentinamente despojados de la pertenencia escenográfica y de la coreografía espontánea o programada que los cobija. Rostros, acciones, objetos y posturas quedan así expuestos, más allá de su solidez y de su enmascaramiento ritualístico, bajo una luz distinta, que permite adivinar un resto incógnito, un residuo oscuro y sin nombre. La capacidad de Gil es la de vincularse con el hecho sin dejarse engañar por su lenguaje inmediato, para extraer de él ése virus oculto, el síntoma esencial en la arquitectura retórica del evento, más allá de la mitología costumbrista - la cual, no obstante, respeta con suma prolijidad informativa - para espiar qué hay detrás de la siempre didáctica nomenclatura sociológica.
En Gil el centro del acontecimiento plural, singular, íntimo o público será paradójicamente periférico, Este corrimiento en pos del backstage, de la situación mínima, del actor de reparto, lateral, anónimo, del gesto que no llega a destino, de la mueca amarga o circunspecta sin pantomima, de la expresión sin teatralidad ni literatura, no es gratuitamente un desplazamiento del centro de la escena, sino la materialización experiencial de la certeza de que todo está allí, pero en un segundo plano. Con agudeza detectivesca, Gil busca pistas y revelaciones no en los sospechosos de siempre, sino en el retratado que mira la cámara sin que comprenda que lo retratan, en el descanso de la comparsa, en las figuras que pasan delante de la cámara sin advertirla o sin importarle su presencia, en la espera abstraída de los que hacen cola en procesiones o actos públicos,en los que dan la espalda a la cámara porque están ocupados en otra cosa.
Su programa está en las antípodas del fotoperiodismo clásico, aunque conserve esa ubicuidad para mezclarse ahí donde nunca lo invitarían y el coraje automatizado de gatillar en el momento justo. Gil hace convivir el necesario ímpetu inquisidor con la conciencia de que la complejidad del suceso nos deja, y lo deja, huérfano de la contención que presume la normativa periodística: ostensiblemente no hay aquí ningun epígrafe que nos ubique en tiempo y lugar ni que resuma qué estamos viendo. A la vez, como virtual corresponsal de una guerra no declarada, parece advertirnos que esta Argentina entre paréntesis es un objeto de manipulación peligrosa. Porque ahí están, para desmentir la indiferencia o impavidez ante la cámara o la presunta invisibilidad del fotógrafo, esos perspicaces que miran de frente detectando la presencia de ese ojo intrusivo y foráneo. Algunos miran sin ver, siempre obsecadamente recluídos en su circunstancia, pero otros adquieren la torva expresión de quién detecta al extraño y está a punto de interpelarlo. Es la mirada agraviada que se delata y delata la razón última de la presencia del fotógrafo, la mirada que advierte que esa presencia no es inocente y que algo en ella ha visto, o pretende ver, lo que nunca debe verse, una mirada negadora, inhibitoria, que crispa todo el sentido de la foto y que simultáneamente concluye la toma, mejor dicho obliga a concluirla. Puede decirse que Eduardo Gil encuentra en este punto, en el momento mismo de su inminente expulsión como testigo, la síntesis metafórica más perfecta y, por ende, la justificación filosófica y la evidencia categórica de un diagnóstico tan exacto como sombrío, y que él prefiere, por ahora, dejar entre paréntesis.